Alto, enjuto, el rostro curtido por el sol, jubilado de la docencia, pero activo de cuerpo y espíritu, caminaba todos los días largo y a gusto por las calles de su ciudad, Cuenca, hasta los noventa. El poeta Jacinto Cordero Espinosa falleció el 29 de septiembre de 2018
Siempre alardeaba de sus energías invulnerables a la edad. “Cuando un señor importante me visitó hace poco y le avisé mi edad, él confesó que no lo creía. Entonces le respondí que yo tampoco…”, dijo a un periodista de este medio no hace mucho.
Después de él ya no viven poetas de su generación, cuyos nombres son cosa del pasado, pero su producción persiste entre lo más valioso de los últimos poetas verdaderos de Cuenca en el siglo XX: Efraín Jara Idrovo, Antonio Lloret Bastidas, Eugenio Moreno Heredia, Arturo Cuesta Heredia o Hugo Salazar Tamariz. “No se ha superado en el siglo XX a los poetas de mi generación… Otros poetas de hoy son valiosos, tienen nuevos tonos, cada uno es una isla respetable, están vivos y podrían superarnos con el tiempo”, dijo entonces.
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Jacinto en una foto de juventud. |
La pasión por la vida y la naturaleza refleja su poética en evocaciones de la infancia, el campo, la soledad, el amor o la muerte y la exaltación a la dignidad del indio: “Yo amo el campo y en el fondo soy un campesino de cuya conciencia brota la fuerza y transparencia que está en mis poemas”, dijo aludiendo al Poema para el Hijo del Hombre, de 1954, y recitó un fragmento elocuente: “mis hermanos silenciosos, peones eternos, labriegos de la piedra, ofendidos por el hombre”.
Su vinculación con el campo vino de su presencia infantil en la hacienda familiar de Charcay, provincia del Cañar, donde aprendió el quechua que hablaban los padres y los hijos de los campesinos con quienes jugaba y le enseñaron los secretos del viento, la neblina, la lluvia o de las cascadas, para traducirlos en poesía.
Estudió Jurisprudencia y se graduó de doctor, pero nunca ejerció la profesión de los litigios. Se vinculó a la Casa de la Cultura de Cuenca, donde ejerció la Secretaría desde su creación hasta jubilarse con 42 años de servicio. Su vida la compartió entre la docencia, la creación poética y la vida del campo. Ya avanzado de ancianidad, no dejaba de ir a la hacienda familiar y montar el viejo caballo Resplandor o participar en las jornadas agrícolas con los peones: “Me encanta la sencilla altivez de los indígenas, la vitalidad y alegría que contagian cuando uno entra en confianza con ellos”, confesó.
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En el estudio de la casa, con muebles antiguos que muestran su afición coleccionista. |
Hasta 1967 había publicado varios poemarios que merecieron elogios de críticos severos, como Alejandro Carrión, sobre el poema para el Hijo del Hombre: “Es de una austeridad, de una sobriedad, que dejan al lector pasmado y conmovido… por su altura y desnuda hombriedad, por la belleza de su palabra que no se apoya sino en sí misma y en la hondura del poema, va expresando una realidad universal, una realidad inmensa de los hombres, una realidad que nadie terminará nunca de expresar”.
Tras el prolongado mutis reapareció en la publicación literaria con Alambrada y La Llamada, cuyos textos anteriores a la muerte del hijo, los conservó guardados: “La vida es maravillosa, un canto que uno no acaba de expresar a pesar de que la muerte es una constante, a la cual yo no le temo, pero sí cuando golpea a los seres que amo”, comentó.En 1967 la voz del poeta silenció tres décadas, a raíz de la muerte de Juan Pablo, su hijo de diez años, lo que conmovió su alma y su vida. En ese lapso “otros pretendieron ocupar mi sitio –dijo con rencor y celo-: siempre supe que mi poesía era más alta que la mezquina crítica de la aldea literaria con sus falsos íconos de barro”. Pero se abstuvo de identificar a aquellos críticos.
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El Instituto Panamericano de Historia se reunió en Cuenca en enero de 1959. Jacinto Cordero aparece de pie, a la derecha detrás del grupo, en un acto social. |
En noviembre de 2008 publicó Poesía Dispersa, una recolección de versos rescatados del traspapeleo. “Apuntes escritos al apuro, para no olvidar un pensamiento o una frase surgidos al caminar por la calle o el campo, que los he conservado hasta decidirme a traducir las letras incomprensibles, la lupa en la mano, convirtiéndolos en poemas”.
Hernán Rodíguez Castelo, refiriéndose al poeta, apunta: “Resulta ser el más cuencano de los grandes poetas. En su poesía yace lo virgiliano, lo patriarcal, lo rural, lo religioso y lo elegíaco. Recupera todo aquello –al parecer tan antiguo y casi anticuado- y, sin desnaturalizarlo un punto, le da esa voz que nunca alcanzó plena en nuestro siglo, porque la retórica era obsoleta y el tono simplón y beatífico… Ha construido Cordero Espinosa una retórica para lo grande y lo simple”.
La muerte de Jacinto Cordero Espinosa ha sido ocasión para evocar su vida y su obra, por críticos y especialistas. Queda, en este espacio, un testimonio humano del personaje, desconocido por los jóvenes de las nuevas generaciones, entre quienes acaso la poesía erróneamente parecería obsolescencia y anacronismo.
Aficionado a las cabalgatas, con su amigo Resplandor, el caballo por el que tenía especial afecto.
El poeta con su hermano menor Claudio (izquierda), presenciando un evento en Guarumales en 2008, por los 25 años de operación de la central hidroeléctrica Paute.
El 10 de febrero de 1955 se firmó un contrato para la construcción del edifcio de la Casa de la Cultura de Cuenca. Constan Mariano Cueva Jaramillo, Miguel Díaz Cueva (el único que sobrevive), Victor Manuel Albornoz, Roberto Crespo Ordoñez, Manuel M. Ortiz, Manuel M. Palacios Bravo, Carlos Cueva Tamaríz, Federico Arteta, Antonio Malo Moscoso, César Andrade Cordero, Alfonso Malo Rodríguez, Luis Cordero Crespo, Jacinto Cordero Espinoza, Abelardo Tamaríz Crespo
En noviembre de 1955 la Casa de la Cultura auspició una exposición de pintura uruguaya. Aparecen Luis Moscoso Vega, Padre José María Vargas, Roberto Crespo Ordoñez, Julio Casas Araujo (embajador de Uruguay en el Ecuador), Carlos Cueva, Ernesto Pinto, Agustín Cueva Tamaríz y Jacinto Cordero Espinoza.
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